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Publicado por CONSENSO DELICIAS
La violencia hacia los residuales
En el seno de los debates actuales sobre el quiebre brutal que México
está viviendo se escuchan tanto críticas al gobierno y a las figuras
políticas como propuestas en torno a “sistemas anticorrupción”,
“mecanismos de fiscalización”, “protocolos de seguridad” y similares. En
otros países también ocurren horrores y se reflexiona sobre las medidas
a tomar ante tragedias violentas, algunas semejantes y otras muy
distintas a las nuestras. Hay algunas reflexiones que vinculan los
acontecimientos políticos con procesos de la subjetividad y que ofrecen
claves interpretativas que podríamos aplicar a lo que está ocurriendo
entre nosotros, obviamente guardando las distancias necesarias y
buscando los parámetros propios. Una de ellas es la que realiza Bertrand
Ogilvie, filósofo y psicoanalista francés, en su libro El hombre
desechable / Ensayo sobre las formas del exterminismo y la violencia
extrema (2013).
Étienne Balibar, quien prologa su libro con una carta-prefacio
titulada ¿Cómo pensar en los extremos?, encuentra en Ogilvie una
“inversión de la mirada sobre la violencia”. ¿En qué consiste este giro
interpretativo? Ogilvie analiza diferentes modalidades de la violencia
en el seno de una misma estructura, y asigna diversos umbrales de
transformación entre ellas, para inferir si serán histórica o
políticamente reversibles. En la reflexión del filósofo, la
socialización es la primera violencia irreductible de la condición
humana. El sometimiento de un ser humano a cualquiera de las formas y
las normas de lo universal (o sea, “de esa universalidad genérica que es
la cultura”) nunca es una simple adquisición de valores, sino que
siempre es un troquelado o adiestramiento: “una dominación que hay que
hundir en los cuerpos”. Esa primera violencia inevitable atraviesa a
todos los seres humanos.
La violencia en segundo grado, que es la que quiero comentar, atañe
al proceso político que priva tendencialmente a ciertos individuos (y
tal vez de manera creciente a una gran masa de ellos) de todo recurso
simbólico contra la primera violencia. Según Ogilvie esta segunda
violencia funciona como “pérdida” de lo que jamás habrán tenido, lo que
constituye una experiencia individual traumatizante y una situación
sociológica en la que “se encuentran precipitados todos aquellos que no
reciben nada a cambio de la violencia que padecen”. El psicoanalista se
refiere en especial a aquellos seres cuya particularidad nunca es objeto
de ningún reconocimiento. Esta violencia es más extrema porque
precisamente nunca es identificada o representada como tal. Balibar nos
recuerda que lo que se consideran las “clases peligrosas” (el
“populacho”) son, al mismo tiempo, objeto y agentes de una violencia
anónima, que los mantiene fuera de la representación. Ogilvie califica a
esas personas excluidas de la representación como un grupo residual que
está presente en la escena social y que es “tanto lastimero como
amenazador”, pues no dispone de ningún “lugar” que le permita concebirse
a sí mismo como una parte del “todo” estatal, como un actor del juego
político.
No puedo dejar de asociar lo que dice Ogilvie con la ausencia de
“lugar” de esos jóvenes paupérrimos, rurales como los normalistas de
Ayotzinapa, pero también urbanos, como los que pululan en los cinturones
de miseria de nuestras ciudades. ¿Cómo otorgar un “lugar” a ese nutrido
grupo “residual, lastimero y amenazador” que sigue inserto en una
violencia social plena de miseria y falta de oportunidades?
Ogilvie habla también de una “violencia sin dirección” que se expresa
de manera brutal como una causalidad sin objetivo y que no se inscribe
en el orden de la transgresión, y que, por lo tanto, se encuentra fuera
de toda negociación. Para el autor, dicha violencia “no es más que la
respuesta a la violencia muy particular que las sociedades industriales
hacen padecer a sus miembros: no solamente un sometimiento, sino una
elisión de toda finalidad (ya sea “¡enriquézcanme!” o el hipócrita
“¡enriquézcanse!”).
Para contrarrestar la violencia, para prevenirla, Ogilvie propone una
“política de la instrucción”, consistente en “una pasión por el
conocimiento, por el lazo social, una pasión asociativa” de la que
hablaré en otra ocasión. Por el momento quiero concluir con la dura
crítica que el escritor hace en relación con el uso equivocado de la
violencia “legítima” del Estado, en forma de represión, y que considero
debería tomarse muy en cuenta. Señala que la represión que funciona día a
día como una contraviolencia preventiva es parte de “la circularidad de
reacciones de defensa que no hacen sino intensificar la violencia
social, o que añaden la autodestrucción a la destrucción”. Por eso
Ogilvie advierte que la violencia estatal llevada al extremo “se dirige
preferentemente hacia su propia población y, a fin de cuentas, encuentra
su clave en una perspectiva de negación de sus propias condiciones de
posibilidad con miras a la formación de un pueblo auténtico, lo que
puede llegar hasta el exterminio de sí mismo”.
Me da la impresión de que sus palabras, tan ominosas, rozan lo que se
perfila que va a acabar siendo uno de nuestros problemas más graves.