Comidos vivos
Pareciera que a los mexicanos nos resulta impensable que algo, cualquier cosa, salga bien. Y cuando a alguno le sale, especialmente cuando le sale extraordinariamente bien, es como si al resto del hormiguero, o sea, a nosotros, nos echaran encima un cubo de agua hirviente. Y sentimos un ahogo que solo podemos superar escupiendo babas, de ira o de admiración, pero babas al fin. Y sin medida. Acá no hay medias tintas.
Todo debe ser excesivo y abrumador. Vamos a hablar sin parar de fulano, ya sea muy bien o muy mal, sin matices y sin reposo, hasta que surja alguien más a quien acribillar.
No celebramos o criticamos natural y cabalmente a nuestras figuras: las desnaturalizamos. Las usamos como pretexto para enzarzarnos en debates que rebasan a cualquiera, como si la existencia presente y futura de la nación dependiera de ellos. Y les hacemos acusaciones indignas, delirantes y rarísima vez probadas (pero millones de veces repetidas) o, del otro lado, las cargamos de adoración pero también de responsabilidad y les echamos encima aspiraciones y cargas ridículas. Porque esperamos que, sin dejar de hacer lo que hacen, nuestros famosos combatan la corrupción, eduquen al pueblo, se muestren como una cruza de Mahatma Gandhi y Toni Morrison, nos descolonicen y nos muestren el camino al progreso. Y que, entretanto, se comporten santamente, como eremitas o monjas de clausura, porque el hecho de que sepan actuar, dirigir, cantar, correr o patear el balón con criterio significa que tienen la obligación de salvar el alma de todos los demás. Y nunca, jamás, ya sea para declararlos genios o idiotas, los miramos como individuos que, gracias a su talento, disciplina y astucia alcanzaron algún logro morrocotudo. Nada de eso: los tratamos como meros ejemplares afortunados de la especie, expresiones azarosas del colectivo. Como si fueran, tal cual, nosotros mismos o nuestros vecinos, solo que con mejores contactos y un bonito peinado. Y, con la confianza que se les depara a los viejos conocidos, los tonteamos, los alabamos, nos metemos con ellos como si fueran nuestra propiedad.
Son juguetitos: si quiero me divierto contigo y si quiero te rompo. No me extrañan nada las quejas de Yalitza Aparicio y la petición que los productores de Roma les hicieron a los medios de dejarla a ella y su familia en paz. Yalitza ha sido acosada, insultada y sobreexpuesta, y a la vez ha sido elevada a los altares laicos por toda clase de personas que quieren exorcizar con ella sus propios demonios. El desmedido precio a pagar por destacarse en un país ansioso de engullir, por amor o por odio, a sus hijos más esclarecidos.