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Publicado por CONSENSO DELICIAS
Mi madre y las fronteras de Trump
Cuando Donald Trump prometió recientemente que iba a someter a quienes visiten los Estados Unidos a un escrutinio drástico (extreme vetting) para asegurar que no puedan ingresar terroristas islámicos o propugnadores de la ley Sharia, hubiera hecho bien en consultar antes a mi madre, Fanny Zelicovich de Dorfman. Como ella, desafortunadamente, falleció hace más de 20 años, haré lo posible para transmitir su experiencia del día en que se enfrentó a un sistema de interrogación similar al que el candidato republicano patrocina, un relato que podría ayudarnos a esclarecer los inconvenientes y trampas que tales exámenes conllevan.
Aunque Fanny solía contar de una manera graciosa su detención por oficiales de migración estadunidense, no hubo, desde luego, mucho de qué solazarse cuando ocurrió aquel episodio.
Mi hermana y yo nos enteramos de la desventura de nuestra madre el último día de estadía en un campamento de verano en Massachusetts (fue a finales de julio o tal vez de agosto de 1953), cuando no aparecieron nuestros padres para rescatarnos. Mi papá les había pedido a unos amigos de Boston que se encargaran de nosotros mientras él intentaba extraer a mamá del berenjenal en que se había metido.
El problema se produjo porque mi madre, habiendo acompañado a su marido en un viaje a Europa, decidió no volar con él de vuelta a Estados Unidos, sino que hacer la travesía en un lento transatlántico para llegar a Nueva York, donde, gracias a que mi padre argentino era un alto oficial de las Naciones Unidas, residíamos hacía nueve años, con visa diplomática.
Lo que significó que mi madre estaba sola cuando tuvo su encontronazo con los agentes de migración.
Empezaron por dirigirle una serie de preguntas habituales: su nombre (¿Usa usted ahora o ha usado antes algún apellido diferente del actual?), su dirección, su estatus de residente y, entonces, envalentonados quizás por La Ley McCarran, que había sido promulgada el año anterior pese al veto del presidente Truman, decidieron sondear otros aspectos de su identidad.
Are you now or have you ever been a member of the Communist Party?
¿Es usted ahora o ha sido alguna vez miembro del Partido Comunista?
Fue fácil para mamá responder. Rara vez osaba estar en desacuerdo con mi papá sobre lo que fuere, pero respecto al comunismo había disentido de sus fervientes simpatías bolcheviques, aunque siempre lo manifestaba en forma dulce, y con humor. A la hora de la cena anunciaba, con un destello travieso en los ojos, que había fundado una organización, el PCLRCLV (el Partido Comunista Levemente Reformado para Conservar La Vida), del cual ella era presidente, secretaria, tesorera y único adherente. De manera que pudo responder, con toda veracidad, que no, no era ni ahora ni nunca había sido miembro del grupo totalitario que los funcionarios de migración querían extirpar de América.
–¿Aboga por derrocar al gobierno de los Estados Unidos mediante el uso de la fuerza o la subversión?
La pregunta era ridícula pero mi madre prefirió morderse la lengua. No le dijo que amaba muchas cosas del país (adoraba a Roosevelt), hasta el punto de que había considerado hacerse ciudadana, pero la caza de brujas contra los Rojos, las investigaciones del Congreso en torno a actividades tildadas de antiestadunidenses, la cruzada de Joseph McCarthy en pos de la pureza ideológica, y la persecución de su propio marido e incontables amigos, le había tornado desagradable e irreconocible esta América de Lincoln. En efecto, ya estábamos planeando mudarnos a Chile. ¿Qué se ganaba con discutir tales asuntos con gente como aquella?
–No –dijo–. Claro que no.
Y finalmente la interpelaron con algo de veras sorpresivo:
–¿Tiene usted la intención de asesinar al presidente de los Estados Unidos?
Mi madre no se pudo contener. Se rió de una pregunta tan absurda, su única intención era bajarse del barco y reunirse con su esposo para que partieran al Norte a buscar a sus dos hijos. Pensó que una broma podría alivianar el proceso.
–Si yo fuera a asesinar al presidente, ¿usted cree que se los diría?
Confiada de que su encanto pródigo le permitiría sortear siempre cualquier contrariedad, se asombró de que inmediatamente le bloquearan el ingreso a los Estados Unidos y la mandaran a Ellis Island para que se investigaran a fondo sus actividades díscolas y posiblemente letales. A sus protestas de que se trataba tan sólo de un chiste se le replicó: –Estas cosas no son como para reírse, señora Dorfman.
Las leyendas de la familia y la inclinación narrativa irreprimible de mi mamá para exagerar en forma épica toda aventura sostienen que ella estuvo detenida durante tres días en esa isla frente a Manhattan donde durante décadas millones de inmigrantes habían sido depurados y registrados antes de entrar a los Estados Unidos, pero pienso que su odisea probablemente no duró más que una larga noche. Lo que sí es cierto es que el entonces secretario general de las Naciones Unidas, Dag Hammarskjöld, tuvo que intervenir personalmente para convencer a los comisarios de que la dicha Fanny Zelicovich de Dorfman no constituía amenaza alguna para la seguridad o el bienestar de la nación ni tampoco atentaría contra la salud o la vida de su presidente.
Sesenta y tres años más tarde, en medio de una era dominada por el miedo a lo foráneo y diferente –musulmanes en vez de Rojos como el enemigo, la ley Sharia en vez del marxismo doctrinario como filtro y enfoque–, el encuentro de mi madre con aquellos inquisidores y sus pesquisas ofrece evidencia anecdótica de cómo el tipo de escrutinio drástico propuesto por Donald Trump, además de violar la constitución estadunidense, terminaría por apresar en la frontera a gente inocente como Fanny Zelicovich mientras criminales experimentados pasarían la prueba sin mayores dificultades. Aquellos que están verdaderamente decididos a causar devastación ocultarán sin duda sus propósitos (¿o no han recibido acaso un entrenamiento intensivo?), y aquellos que son tan ingenuos como para llevar a cabo una broma acerca de la paranoia vigente serán entregados a las manos ineficientes de la Homeland Security.
Y eso, en efecto, es demasiado serio como para reírse.
*Ariel Dorfman, autor de La Muerte y La Doncella, acaba de publicar la novela Allegro. Vive con su mujer Angélica en Chile y en los Estados Unidos.
Mi hermana y yo nos enteramos de la desventura de nuestra madre el último día de estadía en un campamento de verano en Massachusetts (fue a finales de julio o tal vez de agosto de 1953), cuando no aparecieron nuestros padres para rescatarnos. Mi papá les había pedido a unos amigos de Boston que se encargaran de nosotros mientras él intentaba extraer a mamá del berenjenal en que se había metido.
El problema se produjo porque mi madre, habiendo acompañado a su marido en un viaje a Europa, decidió no volar con él de vuelta a Estados Unidos, sino que hacer la travesía en un lento transatlántico para llegar a Nueva York, donde, gracias a que mi padre argentino era un alto oficial de las Naciones Unidas, residíamos hacía nueve años, con visa diplomática.
Lo que significó que mi madre estaba sola cuando tuvo su encontronazo con los agentes de migración.
Empezaron por dirigirle una serie de preguntas habituales: su nombre (¿Usa usted ahora o ha usado antes algún apellido diferente del actual?), su dirección, su estatus de residente y, entonces, envalentonados quizás por La Ley McCarran, que había sido promulgada el año anterior pese al veto del presidente Truman, decidieron sondear otros aspectos de su identidad.
Are you now or have you ever been a member of the Communist Party?
¿Es usted ahora o ha sido alguna vez miembro del Partido Comunista?
Fue fácil para mamá responder. Rara vez osaba estar en desacuerdo con mi papá sobre lo que fuere, pero respecto al comunismo había disentido de sus fervientes simpatías bolcheviques, aunque siempre lo manifestaba en forma dulce, y con humor. A la hora de la cena anunciaba, con un destello travieso en los ojos, que había fundado una organización, el PCLRCLV (el Partido Comunista Levemente Reformado para Conservar La Vida), del cual ella era presidente, secretaria, tesorera y único adherente. De manera que pudo responder, con toda veracidad, que no, no era ni ahora ni nunca había sido miembro del grupo totalitario que los funcionarios de migración querían extirpar de América.
–¿Aboga por derrocar al gobierno de los Estados Unidos mediante el uso de la fuerza o la subversión?
La pregunta era ridícula pero mi madre prefirió morderse la lengua. No le dijo que amaba muchas cosas del país (adoraba a Roosevelt), hasta el punto de que había considerado hacerse ciudadana, pero la caza de brujas contra los Rojos, las investigaciones del Congreso en torno a actividades tildadas de antiestadunidenses, la cruzada de Joseph McCarthy en pos de la pureza ideológica, y la persecución de su propio marido e incontables amigos, le había tornado desagradable e irreconocible esta América de Lincoln. En efecto, ya estábamos planeando mudarnos a Chile. ¿Qué se ganaba con discutir tales asuntos con gente como aquella?
–No –dijo–. Claro que no.
Y finalmente la interpelaron con algo de veras sorpresivo:
–¿Tiene usted la intención de asesinar al presidente de los Estados Unidos?
Mi madre no se pudo contener. Se rió de una pregunta tan absurda, su única intención era bajarse del barco y reunirse con su esposo para que partieran al Norte a buscar a sus dos hijos. Pensó que una broma podría alivianar el proceso.
–Si yo fuera a asesinar al presidente, ¿usted cree que se los diría?
Confiada de que su encanto pródigo le permitiría sortear siempre cualquier contrariedad, se asombró de que inmediatamente le bloquearan el ingreso a los Estados Unidos y la mandaran a Ellis Island para que se investigaran a fondo sus actividades díscolas y posiblemente letales. A sus protestas de que se trataba tan sólo de un chiste se le replicó: –Estas cosas no son como para reírse, señora Dorfman.
Las leyendas de la familia y la inclinación narrativa irreprimible de mi mamá para exagerar en forma épica toda aventura sostienen que ella estuvo detenida durante tres días en esa isla frente a Manhattan donde durante décadas millones de inmigrantes habían sido depurados y registrados antes de entrar a los Estados Unidos, pero pienso que su odisea probablemente no duró más que una larga noche. Lo que sí es cierto es que el entonces secretario general de las Naciones Unidas, Dag Hammarskjöld, tuvo que intervenir personalmente para convencer a los comisarios de que la dicha Fanny Zelicovich de Dorfman no constituía amenaza alguna para la seguridad o el bienestar de la nación ni tampoco atentaría contra la salud o la vida de su presidente.
Sesenta y tres años más tarde, en medio de una era dominada por el miedo a lo foráneo y diferente –musulmanes en vez de Rojos como el enemigo, la ley Sharia en vez del marxismo doctrinario como filtro y enfoque–, el encuentro de mi madre con aquellos inquisidores y sus pesquisas ofrece evidencia anecdótica de cómo el tipo de escrutinio drástico propuesto por Donald Trump, además de violar la constitución estadunidense, terminaría por apresar en la frontera a gente inocente como Fanny Zelicovich mientras criminales experimentados pasarían la prueba sin mayores dificultades. Aquellos que están verdaderamente decididos a causar devastación ocultarán sin duda sus propósitos (¿o no han recibido acaso un entrenamiento intensivo?), y aquellos que son tan ingenuos como para llevar a cabo una broma acerca de la paranoia vigente serán entregados a las manos ineficientes de la Homeland Security.
Y eso, en efecto, es demasiado serio como para reírse.
*Ariel Dorfman, autor de La Muerte y La Doncella, acaba de publicar la novela Allegro. Vive con su mujer Angélica en Chile y en los Estados Unidos.