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Publicado por CONSENSO DELICIAS

El abanico de Juan Gabriel

Su sola presencia –morena–, sus solos ademanes –femeninos–, su éxito a través de capas sociales y generaciones, sus mil ochocientas canciones –una verdadera discoteca propia–, y sobre todo su don para tocar el órgano más vetado de la especie –el corazón ajeno–, concita la admiración.
 Juan Ga: El arte es femenino… Bueno, no sé el de otros, el mío, mi arte, es femenino…
 
Su confianza en sí mismo era absoluta. Si lo vetó Televisa, si lo robó su manager, si la disquera le impidió grabar, si lo perseguían las secretarías de Hacienda de México y de Norteamérica, estaba tranquilo.

Juan Ga: Lo que a mi me da confianza es que siempre cantaré. Eso no lo puedo perder. Aún si es en la regadera, siempre cantaré.

Ruiseñor de la raza, se absorbió la música mexicana como por un popote y en todos sus géneros populares –el bolero, el mariachi, la salsa, el rock, lo norteño, la salsa– para devolverlo a lo popular con su peculiar toque. Un toque suave, femenino, siempre amoroso, que se fue volviendo con las décadas cada vez más sutil, exquisito. Escúchense sus últimos arreglos de sus primeras canciones: una belleza.

Su único tabú fue el odio y sus derivados: el despecho, la maledicencia, el desprecio. Falso que no se le subió la fama a la cabeza. Inolvidable su pleito con Rocío Durcal (ah, mi ídola de infancia, Rocío la pelirroja). Juan Ga le espetó en el camerino del Auditorio Nacional a la guapa Rocío: “Mira, para señoras, yo soy la más señora de las dos”. Pero igual con el tiempo llegó al acuerdo consigo mismo de nunca maldecir –nunca decir mal de nadie–, ni nunca agitar el abanico de duquesa demasiado fuerte.

Juan Ga: Solo lo positivo, yo no quiero ensuciarme con lo feo.

Conectar. Tocar. Acercarse. Filtrarse por los oídos hasta el corazón ajeno y hacerlo redondo y feliz. Y encima cobrar por ello y sin pena. 120 millones de dólares fueron a dar a sus arcas. Muchos se gastaron en casas. En un hospicio. Otros se dilapidaron en torpes inversiones. O multas por no pagar impuestos. “Es que no sé contar”, se disculpaba de su aversión a pagar impuestos, “sólo sé cantar”.

Juan Ga: Mira, yo canto y canto mientras otros cuentan y cuentan.

Por cierto que tampoco sabía contar su propia historia. Hace medio año se acercaron a mí unos jóvenes productores para pedirme un libreto para la serie sobre su vida. Venía yo de escribir Gloria (sobre Gloria Trevi) y vi una segunda oportunidad de contar una épica musical. Pero Juan Ga no quería poner al centro de la narrativa de su vida el conflicto que su mera presencia andrógina creó en el México macho –y yo era lo que quería: una épica sobre la irrupción de la diversidad en el centro del México macho.

Me mandó decir que la idea era tocar su diferencia sexual así como si nada. Como con indiferencia. Como si jamás hubiera habido para nadie problema con que tuviera novios. Lo que a mí me pareció no solo falso sino el desperdicio de dejar pasar por encima de nuestras cabezas la épica. La épica: el águila altísima del drama.

Confieso que me arrepiento de no haber insistido y haberme ido a otras historias, ahora que Juan Ga ya no está entre nosotros, y difícilmente habrá otra oportunidad de contar su vida con esas tensiones que lo volvieron, además del cantor nacional más popular, el más libertador de nuestra cultura.

Juan Ga: Pero qué necesidad. Para qué tanto problema. No hay nada como la libertad de ser, de estar, de ir , de amar, de hacer, de hablar… así sin pena.

¿Ingenuo? Para nada. Pero qué necesidad, su himno a la libertad, compuesto expresamente para bailarse en grupos grandes, fue ilustrado en su primer videoclip con imágenes de Nelson Mandela, el libertador de los negros de Sudáfrica, bailando. Inocente en cambio sí. Lo antes dicho: su inocencia, protegida por él mismo de cualquier conflicto, la cultivó amorosamente. Personificaba con auténtico placer el candor, y su hermana gemela, la sencillez. Aspiraba a cantar como quien habla y a hablar como quien canta: simple, fácil, claro.

Juan Ga: Queridaaaaa, no me ha sanado bien la herida, te extraño y lloro todavía. Mira mi soledad, mira mi soledad, que no me sienta nada bien…

Amaba también los juegos musicales del lenguaje llano tanto como m. cummings (véase su maravilloso dúo con Natalia Lafourcade: Poco a poco a poquito me fui enamorando… tanto y tanto tú sabes cuánto, eso y otro tanto…) y usaba la metáfora con cuidado, con desconfianza, porque la metáfora es el recurso estilístico del pobre de espíritu y rico en pretensión, el pedante que solo tiene que decir que sabe decir lo que todos saben pero de otra forma.

Juan Ga: Queridaaaa, hazlo por quien más quieras tú, yo quiero ver de nuevo luz en toda mi casa…

Hace unos días Nicolás Alvarado escribió que eran jotas sus chaquetas de lentejuelas y nacas sus canciones. Muy el derecho del estimado Nicolás de publicarlo, pero yo difiero. Sus chaquetas de lentejuelas, diseñadas por él mismo, a menudo sobriamente negras, a menudo con diseños dignos de Versace, equivalían a sacar el abanico de su androginia –vuelve la metáfora del abanico de Juan Ga– y menearlo para mostrar, entre otras cosas, de qué delicias estéticas se pierden los machines y las mochas.

En cuanto a la naquez de sus canciones, habría que definir qué es lo naco. La Real Academia de la Lengua Española dice que lo naco viene de la palabra totonaco, y significa indio o relativo a lo indio. Carlos Monsiváis teorizó que lo naco era lo sublime fallido, o más precisamente: lo que a través del ojo racista y clasista no alcanza los criterios de lo que Occidente caucásico llama sublime. Luego entonces, las canciones de Juan Ga no fueron nacas. Ni lo son. Ni lo serán. Son arte popular de nuestra cultura mestiza. ¿A qué compararlas con los versos de Octavio Paz o Rosario Castellanos o Fernando Pessoa o Quevedo? Y gracias a la sencillez premeditada de sus canciones populares, su más notable y más excepcional logro.

Cruzar de una clase social a otra y de una generación a la siguiente: ser un soundtrack larguísimo que al escucharse –a solas o en compañía– a cada uno nos hermana con un generoso nosotros: nosotros que disfrutamos de Juan Ga: la señora de Santa Fe y la señora del caserío de las afueras de Acapulco, el izquierdista recalcitrante y el cura de sotana negra, la egresada del Colmex, el oftalmólogo y la costurera enamorada de Oaxaca.
Carajo Juan Ga, te merecías ser eterno.

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