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Publicado por CONSENSO DELICIAS

Cleptocracia peñanietense

Llegó la hora de reconocerlo. Llegó el momento de admitirlo. El gobierno de Enrique Peña Nieto ha construido un sistema de depredación masiva que el país no había visto antes. Está allí en las cifras, en los datos y en las investigaciones que presentan instituciones como Transparencia Internacional, Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad, el Instituto Mexicano para la Competitividad. Está allí reflejado en los #PanamaPapers y en las cuentas offshore que involucran a prominentes miembros de la clase política y empresarial. Amigos, todos, que en lugar de ser los motores de modernización de la economía mexicana han acumulado sus fortunas apoyándose en el poder centralizado del Estado mexicano.
Contratistas y senadores y magnates y miembros de la alta burocracia. La fortuna de los oligarcas mexicanos –como lo ha detallado Gerardo Esquivel– ha crecido exponencialmente en los últimos años. Y los millonarios han logrado esto en colusión y connivencia con el presidente y quienes lo rodean. Pueden seguir engordando mientras no lo confronten políticamente y en la medida en que el Estado absorbe el riesgo por ellos. Les provee fondos para invertir, les otorga condonaciones fiscales, les da recompensas monetarias vía transferencias no fiscalizadas y gasto corriente. En un regreso al capitalismo estatista –antitético a la modernización–, el Estado bajo Peña Nieto nacionaliza los riesgos pero privatiza las ganancias a aquellos cercanos al primer mandatario y leales a él.

Algo similar a lo que describe Karen Dawisha en su libro Putin’s kleptocracy: Who owns Russia; un patrón que entraña ir desmantelando pesos y contrapesos en favor de la recentralización del poder y el manejo del dinero. El círculo pequeño, el círculo de Atlacomulco, una especie de cábala que controla las privatizaciones, restringe la democracia y regresa al PRI a las prácticas del Paleolítico. A lo que han hecho Roberto Borge y Humberto Moreira y Javier Duarte y César Duarte y Emilio Gamboa y tantos más. Ante ello, la democracia electoral no es una salvaguarda suficiente. Todas las elecciones en democracias transicionales enfrentan problemas: reglas electorales abigarradas o incumplibles o maleables o demasiado fluidas que permiten la manipulación y el fraude. En teoría, estos problemas deberían disminuir con el paso del tiempo, cediendo el lugar a la consolidación democrática. Pero, como demuestra una decisión reciente del Tribunal Electoral –que protegió al Partido Verde a pesar de su violación sistemática y reiterada a la ley–, la institucionalidad electoral está en crisis.

Y la presión pública en favor del cambio ha resultado inferior a la capacidad del régimen para sabotearlo. Con la economía estancada y el peso devaluado, la lógica de los peñanietenses parece clara: mantener el control férreo sobre todo lo que puedan, mientras continúan saqueando al país, sin límites y sin rendición de cuentas. Su idea nunca fue ir caminando a lo largo de la ruta democrática incipiente. Más bien decidieron no tomarla. Porque ha sido más conveniente para sus intereses económicos retomar las riendas del poder que compartirlas con otros. Para ello han violado la ley (como en Ayotzinapa), participado en actividades criminales (como en Quintana Roo), controlado el sistema legal (como en Veracruz), domesticado a los medios (como ocurre con casi todos los periódicos) y mantenido la cohesión a través de una combinación de garrotes y zanahorias, premios y castigos.

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